cubrían el espacio y
ocultaban la luz de las estrellas y la perspectiva. Las extremidades de las
alamedas apenas resaltaban sobre
los sotos por una penumbra gris opaca perceptible tan sólo, en medio
de aquella negrura, tras atento exa-
men. Pero el olor de la hierba, las acres emanaciones de las encinas, la atmósfera
templada por vez primera
después de tantos años le envolvía, la inefable fruición
de libertad en medio del campo, hablaban un len-
guaje tan seductivo para el príncipe, que, sea cual fuere el recato,
casi diremos el disimulo de que hemos
intentado dar idea, dio rienda a la emoción y exhaló un suspiro
de gozo.
Poco a poco levantó el joven su entorpecida cabeza, y respiró
las diferentes capas de aire a proporción
que le acariciaban el rostro cargadas de aromas. Con los brazos cruzados sobre
el pecho como para impe-
dirle que reventara a la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró
con delicia al aire desconocido que de
noche circula bajo las bóvedas de los altos bosques. Aquel cielo que
se le ofrecía a la mirada, aquellas
aguas que le enviaban sus murmullos, aquellas criaturas a quienes veía
moverse, ¿no eran la realidad? ¿No
era un loco Aramis creyendo que en el mundo podía anhelarse más?
La embriagadora perspectiva de la vida campestre, libre de cuidados, temores
y escaseces, el océano de
días venturosos que reverbera a los ojos de la juventud, he ahí
el verdadero cebo en que puede quedar pren-
dido un infeliz cautivo, gastado por las piedras del calabozo, enervado por
la falta de aire de la prisión. Y
aquél fue el cebo que le presentó Aramis al ofrecerle los mil
doblones y el encantado edén que ocultaban a
los ojos del mundo los desiertos del Bajo Poitú.
Tales eran las reflexiones que se hacía Aramis mientras con ansiedad
indecible seguía la marcha silencio-
sa de las alegrías del príncipe, a quien veía abismarse
gradualmente en las profundidades de su meditación.
Con efecto, Felipe, absorto, ya no tocaba con los pies en el suelo, y su alma,
que de un vuelo subiera has-
ta el excelso trono, suplicaba a Dios que en medio de aquella incertidumbre,
de la que debía salir su vida o
su muerte, le concediese un rayo de luz.
Fue aquel un momento terrible para el obispo de Vannes; y es que aun no se había
encontrado nunca en
presencia de un infortunio tan inmenso. Aquella alma de bronce, acostumbrada
a luchar contra obstáculos
ante los cuales no se halló jamás inferior ni vencido, iba a naufragar
en aquel vasto plan por no haber pre-
visto la influencia que ejercía en un cuerpo humano un punado de hojas
regadas por algunos litros de aire.
Aramis, clavado en su sitio por la angustia de la duda, contempló pues
la dolorosa agonía de Felipe, que
sostenía la lucha contra los dos ángeles misteriosos. Aquel suplicio
duró los diez minutos que solicitara el
joven. El cual, durante aquella eternidad, no cesó de mirar el cielo
con ojos de súplica, tristes y hume-
decidos; como Aramis no apartó de Felipe los suyos, preñados de
avidez, inflamados y devoradores.
Felipe bajó de repente la cabeza, y es que su pensamiento había
bajado nuevamente a la tierra. Al joven
se le endureció la mirada, arrugósele la frente, y armósele
de resolución indómita la boca; luego volvió a
quedar con los ojos fijos, que por ahora se reflejaba en ellos la llama de los
humanos esplendores; ahora su
mirada era como la de Satanás cuando, en la cima de la montaña,
quería tentar a Jesucristo mostrándole los
reinos y las potestades de la tierra.
La mirada de Aramis se hizo tan suave como antes era sombría. Felipe,
con además veloz y nervioso,
acababa de tomarle la mano, diciendo:
--Vamos adonde se encuentra la corona de Francia.
--¿Es esa vuestra decisión, príncipe mío? --preguntó
Aramis.
--Sí.
--¿Irrevocable?
Felipe ni siquiera se dignó responder; se limitó a mirar al obispo,
como para preguntar si un hombre pue-
de volver sobre su acuerdo.
--Vuestras miradas son los dardos de fuego que pintan los caracteres, --dijo
Aramis inclinándose hasta
la mano de Felipe. --Seréis grande, monseñor, yo soy quien os
lo pronostico.
--Anudemos la conversación donde la hemos dejado, --repuso el príncipe.
--Si no recuerdo, os he di-
cho que quería ponerme de acuerdo con vos acerca de dos puntos:
los peligros o los obstáculos. Ya está
resuelto este punto. El otro estriba en las condiciones que me impondréis.
Ahora os toca hablar a vos, señor
de Herblay.
--¿Las condiciones, príncipe mío?
--Por supuesto. No vais a detenerme en mi camino por tal bagatela, ni me haréis
el agravio de suponer
que yo creo a pies juntillas que os habéis metido desinteresadamente
en este negocio. Conque dadme a co-
nocer sin ambages ni rodeos vuestro pensamiento.
--Es éste, --dijo Aramis: --una vez rey...
--¿Cuándo lo seré?
--Mañana por la noche.
--¿Cómo?